Capítulo 10 – Guarrerías
Todos los nombres y situaciones que aparecen en este post son ficticios. Todos los derechos reservados
Al principio, el sexo con ella era salvaje. Casi no teníamos tiempo de llegar a casa. Me quitaba la ropa en el pasillo, se la quitaba ella no sé cómo y, hala, a jincar. Aunque me gustaba de veras, casi no dedicábamos tiempo a contemplarnos, a estudiarnos. Me usaba y se iba. Me sentía hombre objeto, y me gustaba.
Al principio, no me importaba: Nos veíamos en mi casa, retozábamos un poco y, siempre de repente, como si se le hubiese olvidado cerrar el gas de su casa, ella se iba. Para mi también era muy cómodo: echábamos dos o tres polvos y, cuando empezaba a entrarme la morriña, me dejaban dormir tranquilo, sin más preocupaciones.
Al principio.
Poco a poco, echaba de menos que se quedara un rato más, para poder acariciarla sin otro fin que el de sentir como cambiaba su cuerpo al paso de mis manos. Después del fornicio, apenas tenia tiempo para admirarla, con su melena desordenada, altiva, sentada sobre mí, y acariciar sus pechos, o cubrir de besos su espalda. Cada vez me gustaba más mirar por donde iba tocándola, y sentir doblemente la curva de sus caderas, la suavidad de sus hombros o como me saludaban sus pezones. Cada vez más, me gustaba ver como me miraba con sus ojos entrecerrados o y como exhalaba el aire por su boca entreabierta, cuando estaba en ella. Cada vez más, necesitaba que me sintiera, y menos sentirla. Y cada vez me ponía de peor humor cuando, sin explicaciones, decía ‘me voy’, se vestía, y se iba.
Por eso, los últimos días estaban resultando una locura. Ella no quería que nadie supiera nada, salvo René, que nos había pillado con los manos (o los labios) en la masa el día del reparto de tortas. Cuando estábamos solos, me mandaba mensajitos picantes o románticos al ordenador, al móvil, con muchos corazoncitos, besitos y muñequitos de esos, que en su taller debían de guardar por cajones. Como si tuviéramos 18 años, salvo que ella los había cumplido dos veces y yo también, con propina. Yo seguía el juego, pero me tenía descolocado.
Como estábamos a punto de terminar el proyecto, teníamos reuniones casi a diario para pulir los últimos detalles. Cada vez me era más incómodo verla en su taller, y no poder rodearla por la misma cintura que había estado agarrando con fuerza la noche anterior, darle un beso en los labios al decirle ‘hola’. Ante todos, se me mostraba incluso fría, hasta el punto de que Manolo llegó a pensar que habíamos discutido por algo concerniente al proyecto. A nadie se le hubiera pasado por la cabeza que nos llevábamos las tardes enganchados como conejos. Y por eso, en una de las últimas reuniones, se lió la que se lió:
(Juan y yo, sirviéndonos un café de la cafetera de acero sobre la mesa amarillla con patas azul cobalto)
– ¿Estás bien? Tienes una cara de cansado …
– Es verdad, no duermo bien últimamente, será el cambio de tiempo, le dije mientras pensaba “es que anoche estuve follando con tu hermana hasta las dos de la mañana, y me ha dejado molido”)
(Se va Juan. Llega Manolo)
– Joder con Sandrita, está cada día más buena. ¿Has visto la faldita que lleva hoy? ¿Las piernas son suyas o las alquila para las reuniones?
– ¿No te parece buena la que líaste con las putas fotos? ¿No puedes dejarla tranquila? Estaba muy sensible con ese tema. Intentaba no calentarme demasiado, pero ya empezaba a sentir el incómodo hormigueo de los celos debajo del cinturón. Y eso que, gracias a las fotos, el que se estaba comiendo el pastel era yo.
– Vale, vale, que era una broma. Sabía que era verdad, y que no podía enfadarme por eso. Manolo piropeaba hasta a la conserje del edificio, que era como el carcelero de una película gótica. Sin mucho afán, el arte por el arte. A ti te hace falta lo que te hace falta.
Y era verdad. Pero no era lo que él pensaba.
(Se va Manolo. Llega René, a por otro café)
– Oye, respecto a lo del otro día, tengo que pedirte perdón. Sandra me llamó llorando, me dijo lo de las fotos y me encendí. Fui sin pensar, y no me fijé en nada más. Ella significa mucho para mí, y no voy a permitir que le hagan daño.
– Ya me lo ha dicho. No te preocupes. Pero, sin ánimo de malmeter, ya es mayorcita para cuidarse, y lo hace la mar de bien ¿eh?
– Ya me lo ha dicho. Me guiñó un ojo y me adelantó la mano, sonriendo. Tiene gracia: no me ha dado la mano hasta dos semanas después de partirme la boca. Así son los artistas.
(Se va René. Llega Sandra. Para lo malo que está el café, la cafetera está teniendo mas éxito que la de George Clooney, what else?)
– No me lo puedo creer. René sonriéndote y dándote la mano. Te dije que ibas a caerle bien.
– A ti si que te caía bien ahora mismo, le dije, picarón.
– Gonzaaaaaalo, me reprendió con un mohín.
– Vaaaale, dije resignado. Oye, tenemos que hablar de lo que le cuentas y lo que no le cuentas a tus amigos sobre mí, dije, señalando a René con la cabeza.
– ¿Por qué? ¿Tienes miedo de no quedar bien? Me guiñó un ojo y se fue dejándome como siempre, con cara de lelo y hablándole a la taza.
(Sandra se ha ido. Viene Juan, echo una furia)
– Sandra, Gonzalo, a mi despacho. ¡Ahora! Y salió tan rápido que se llevó el aire tras de sí. O se nos olvidó respirar a todos.
Sandrá se inclinó sobre el portátil, y sus ojos se abrieron como dos televisores de plasma. Se ruborizó como una amapola (son muy tímidas) y salió flechada tras su hermano. El resto de la troupe ya miraba de una punta a otra de la sala como en un partido de tenis.
René se deslizó por la banda hasta el portátil, leyó, sonrió, y se deslizó etéreamente por la sala. René no andaba, levitaba, sin tocar el suelo, con la testa erguida como una cabeza de pascua, y sólo su ondeante pañuelo delataba sus cambios de posición. Así que salio de la sala sin que nadie se diera cuenta.
Bastante intrigado, quedaba yo por conocer el motivo de la crisis. Me acerqué al portátil, leí, y del manotazo que me di en la frente saltaron chiribitas delante de mis ojos.
La noche antes, cuando Sandra se fue, pensé plasmar de alguna manera lo que estaba sintiendo. Escribí un poema, y se lo mandé al correo electrónico. El mismo que estaban leyendo ahora. Decía así:
Te elevas sobre mí, luego bajas.
Tu pelo enmarca tu cara, tus ojos
salen de la penumbra para mirarme.
Tus pechos me amenazan, insolentes,
y yo dejo que me atrapen. Tus piernas
me atenazan las caderas. Altiva,
me desafías sin temor. Me posees.
Tu cuerpo hermoso me inspira pero
no estoy para pintarte, te deseo.
Deseo tocarte. Apretar tu culo.
Morder tus pechos, tus pezones. Vencerte.
Que me ganes, que me tengas. Derrotarte.
Que me abraces. Abrazarte. Que tu peso
nos mezcle. Besarte. Oírte jadear.
Reclamarme. Derramarme. Admirarte
Te elevas sobre mí, luego bajas.
Tu cabello baña mi cara y mis ojos
cerrados me recuerdan que estoy dentro.
Tu boca muerde mi boca, y mi lengua,
y tu aliento me da vida. Mis brazos
se relajan en tu espalda. ¿Me duermo,
o te beso, te llamo y me despierto?
La temperatura en la sala subió a 600 grados. Mudé la color, y una picazón intensa empezó a recorrerme la espalda. Apagué el portátil y seguí la procesión hasta el despacho de Juan.
Entre y cerré la puerta. Juan me miró, no demasiado amablemente. Creo que ya no me veía tan cansado como antes. Miró a Sandra, con la misma cara de intentar partir un alfiler con los incisivos, y luego a René. Aquí puso un poco cara de sorpresa, pero René dijo “ya lo sabía”, y no hizo el mínimo gesto de irse, así que lo dejó estar.
– ¿Qué es ésta guarrería?
Iba a decirle que no estaba tan mal, que los dodecasílabos no eran lo mío, que soy más de verso libre, pero me di cuenta a tiempo que no se refería a mis habilidades literarias. Mientas pensaba una respuesta que pudiera salvarme la vida, opté por dejar claras las cosas, con dos cojones:
– Pero, ¿ese no es tu correo? Dije, mirando a Sandra.
– Lo compartimos, dijo ella, con voz de ratita de dibujos animados.
Tras de mí, el resto del equipo se apiñaba tras la puerta abierta. No se atrevían a entrar, pero ninguno quería perderse el espectáculo. Lo que faltaba, encima con público.
Juan volvió a hablar:
– Tienes tres días para entregar lo que os falte. Después, os pagaremos lo convenido y no queremos volver a saber más de ti ¿Conforme?, aunque en realidad sonaba como «¡Soldado! ¡Es una orden!» Estuve por contestar «¡Señor! ¡Sí, Señor!»
Casi nadie sabía nada, pero todos me miraban como al violador del ensanche. Miré a Juan, cuyo rostro parecía tallado en mármol. Miré a Sandra, que no levantaba los ojos de la punta de sus zapatos. Miré a René, que me hizo un gesto cómplice, con el cual selló la amistad que aún hoy nos une. Y no miré a nadie más, porque ya era hora de empezar a mirar por mí.
Pensé en apartar suavemente a Juan de su posición hierática en el centro de la estancia, pero vista la particular forma de resolver diferencias que estaba observando en el mundo creativo, a base de leches, opté por rodearlo y me dirigí a Sandra. No sabía que podía decir, así que no dije nada. Tome su cara entre mis manos, la alcé hacia mí, y le di el beso más tierno que fui capaz. Ahora sí sabía que decir.
– Sandra, no aguanto más. No puedes entrar en mi vida como un tornado, revolverme todo e irte como si nada. No puedo tratarte como si no te conociera. Yo quiero besarte delante de todos, quiero pasar horas acariciándote, quiero poder dormir una noche entera contigo, quiero despertar el sábado a tu lado y desayunar en la cama. No quiero seguir así. Quiero estar contigo, y que estés conmigo, quiero …, Sandra yo … te quiero.
No sabía si ella me había oído o no, porque su cara denotaba la misma expresividad que el bigote de Aznar. Sin separarme, miré a Juan, me encogí de hombros y dije Esto es lo que hay.
La ceja de Juan había quedado suspendida en su frente, diez centimetros por encima de su compañera, como si la hubiera pintado Bacon (Francis, no Oscar Mayer). La bajó de repente.
Tardó, pero cuando empezaba a pensar que debía irme para no volver, Sandrá reaccionó como solía hacerlo. De un salto, se subió sobre mí cruzando las piernas por detrás y me besó, repetida y apasionadamente, mientras me decía al oído “claro que te quiero, tonto”. Por detrás, la claque daba palmas y vitoreaba. Y es que no les hace falta nada para montar una fiesta. Manolo gritaba: “éste es mi chico”. El mundo emplumado hacía la conga rodeando a Juan, que nos miraba entre sorprendido, molesto y divertido por las muestras de entusiasmo de la plebe. Javier asentía diciendo “se veía venir” y René, ¡se estaba secando las lágrimas! Pues si que nos ha salido sensible, el tiarrón. El único que no participaba en la algarabía era Miguel, al que se veía preocupado.
Cuando el nivel de euforia descendió a límites ‘normales’, nos trasladamos nuevamente al ‘Centro de Creación’. Nos sentamos alrededor de la mesa. Juan seguía sin decir ni pío, y a Miguel se le veía cada vez más concentrado en sí. Hasta que saltó de su silla bamboleante, como saltaría Piolín al ver al lindo gatito, y dijo:
– Juan, creo que deberíamos contarlo.
Continuará
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